Todo gobernante
tiene una obsesión particular. Las características personales del
individuo que ostenta un cargo público condicionan su actuar en la
función que le toque desempeñar. Desde un cargo de representación
popular hasta un encargo de designación, el político le da su toque
propio. Pero a pesar de las muchas singularidades que pueda haber,
todos los políticos, entendiendo por político a aquel que busca
modelar a la sociedad de acuerdo a sus ideas desde el poder público,
se encuentran hermanados por una obsesión general, un deseo común
que todos comparten: trascender. En distintas épocas, los políticos
impulsan iniciativas que les faciliten la conducción de la sociedad,
creando un escenario de consenso o de destrucción de la misma
oposición.
Todo
político, por regla general, siempre buscará incrementar la
capacidad de gobernabilidad del gobierno que encabece, y una sociedad
es más gobernable mientras menos reticencia exista por parte de la
sociedad civil al ejercicio del poder del Estado. Retomando a Arbos y
Giner (2003), debemos de entender por gobernabilidad “la
cualidad propia de una comunidad política según la cual sus
instituciones de gobierno actúan eficazmente dentro de su espacio de
un modo considerado legitimo por la ciudadanía, permitiendo así el
libre ejercicio
de
la voluntad política del poder ejecutivo mediante la obediencia del
pueblo”1.
¿Pero
para que se busca tener un poder omnímodo, incontestable y absoluto?
Para gobernar con comodidad y lograr imponer de forma tranquila y sin
sobresaltos el programa de gobierno que se decida adoptar. La
instauración de dicho programa, le permitirá al gobernante
trascender más allá de su período como autoridad pública. Los
gobernantes que han logrado trascender en la historia, son aquellos
que lograron sumar a sus pueblos en la consecución de ciertos
objetivos trazados en un plan general. Algunos logran dicha unidad
nacional de forma democrática, como Nelson Mandela en Sudáfrica
quien impulsó la eliminación del “Apartheid”, o como Theodore
Roosevelt, quien logró amplios consensos en la sociedad
estadounidense para echar a andar el llamado “New Deal”. Otros,
por el contrario, de forma totalitaria, imponen su proyecto político
a la sociedad desapareciendo a la oposición, como Adolfo Hitler en
Alemania o José Stalin en la Unión Soviética, quien eliminó a los
grandes líderes de la Revolución Bolchevique de la que el fue parte
con tal de tener un poder incontestable.
Tomando
en cuenta lo anterior, se puede afirmar con toda seguridad que el
Pacto Por México es la estrategia de Enrique Peña Nieto para
imponer su visión de país y consolidar su poder. Pero a diferencia
de los casos citados, el Presidente Peña no tiene contemplado la
imposición de un regimen totalitario, ni tampoco la profundización
de la democracia, para hacer una realidad su plan de gobierno. Más
que apostarle a la política, Don Enrique busca anular la política,
la cual es consenso y disenso, diálogo, discusión, acuerdos. Con el
Pacto Por México, Peña Nieto busca restarle legitimidad a las ya de
por si desprestigiadas instituciones republicanas y destruir la
división de poderes al entregarle al nombrado “Consejo Rector”
del Pacto Por México todas las atribuciones de los poderes
ejecutivo, legislativo y judicial, al ser este Consejo, quien aprueba
o niega la agenda legislativa del Congreso de la Unión. La vía que
Peña Nieto se ha decidido a seguir, es la de generar cada vez menor
interés de los mexicanos en la política, esto es, la antipolítica
hecha gobierno. Para definir que es la antipolítica, primero hay que
citar a Enrique Dussel (2010), quien conceptualiza a la política
como “la
política, en su sentido más noble, obediencial, es esta
responsabilidad por la vida en primer lugar de los más pobres. Esta
exigencia normativa fundamental constituye el momento creativo de la
política como liberación”.2
Por
lo tanto, la antipolítica es la falta de responsabilidad hacia los
más necesitados. Peña apuesta a la antipolítica al perseguir el
objetivo perverso de que menos ciudadanos se interesen por las cosas
públicas, y por supuesto, los primeros en desinteresarse, serían
los desposeídos, al carecer de menores grados de instrucción.
El atractivo de las
discusiones políticas radica en el enfrentamiento directo entre dos
fuerzas contendientes o, como en el caso de México, tres grandes
bloques principales. Al condenarse al conflicto como algo que impide
el progreso nacional y buscar su desaparición, la democracia pierde
su esencia y por lo tanto, las discusiones políticas pierden su
motivo de existencia. El que exista el conflicto obliga a la clase
política a crear instituciones donde las diferencias que se tengan
en el seno de la sociedad se procesen de forma pacífica, es decir,
de manera democrática. Contrario a los supuestos de Peña Nieto, un
demócrata no tiene como objetivo cancelar al conflicto, sino por el
contrario, anhela procesarlo y recoger de el las exigencias más
sentidas de la población.
El
conflicto es la esencia de la democracia. No es el consenso, no es el
disenso, es el conflicto. Porque mientras el disenso se limita a una
diferencia de opiniones, el conflicto es el choque entre fuerzas en
pugna que buscan modelar a la sociedad de acuerdo a su criterio, se
enfrentan concepciones distintas de la sociedad, de tipos de
sociedad. La perdida de consenso, tiene muchas consecuencias, pero en
este caso particupar, es productivo citar a Gramsci (1975) cuando
señala que “Si la clase dominante ha
perdido el consenso (consenso), no es más clase dirigente
(dirigente), es únicamente dominante, detenta la pura fuerza
coercitiva (forza coercitiva) lo que indica que las grandes masas se
han alejado de la ideología tradicional, no creyendo ya en lo que
antes creían”.3
Sin embargo, es tal la voluntad de las partes por seguir en la
sociedad, que aunque no estén de acuerdo en su funcionamiento, se
mantienen al interior de esta apostando a que eventualmente se
logrará, a través de la vía pacífica, imponer sus ideas al orden
social. Este es el verdadero baluarte democrático: el defender con
ahínco una idea, pero si esta no es apoyada, seguir al interior de
la sociedad, reconociendo que en la democracia se gana y se pierde,
pero que también ninguna victoria ni mucho menos una derrota es
eterna. El negar la existencia del conflicto, y peor aún, buscar
desaparecerlo, es borrar el motor del juego democrático.
Durante
este ensayo, se ha buscado dejar en claro una cuestión fundamental:
el Pacto por México tiene como verdadero objetivo el eliminar al
conflicto al interior de la sociedad desdibujando las diferencias
entre los partidos políticos. Dicha eliminación llevaría a
disminuir la atención del ciudadano por la política y por ende, a
una menor participación electoral. El tener un alto porcentaje de
abstención es sinónimo de que las autoridades electas a través del
sufragio cuenten con muy poca legitimidad por parte del pueblo. Es
importante señalar que por “pueblo” se debe de entender “un
actor colectivo político, no un sujeto histórico sustancial
fetichizado. El pueblo aparece en coyunturas políticas críticas,
cuando cobra conciencia explítica del hegemón analógico de todas
las reivindicaciones desde donde se definen la estrategia y las
tácticas, transformándose en un actor, constructor de la historia
desde un nuevo fundamento”.4
La
institución pública que por su naturaleza es esencialmente
política, es cualquier Cámara integrante del Poder Legislativo. De
esta manera, al convertirse el Congreso de la Unión en un actor
irrelevante, Peña Nieto deja de verse obligado a negociar sus
reformas en diálogo directo con los Diputados y Diputados y se
limita a que estas se ratifiquen, de manera casi íntegra, en las
instancias de gobierno del Pacto por México. Ese pacto representa el
fin de la deliberación pública, de la discusión colectiva y la
vigilancia correcta a los representantes populares, esto último
debido a que los mismos dejan de tener razón de existir, ya que los
legisladores, los máximos exponentes de la democracia
representativa, son los tomadores de decisiones que debaten basándose
en la opinión de sus electores, y su presencia carece de sentido
gracias a la “unidad” y “cooperación” a la que apelan los
agoreros del Pacto, de forma obligada. En resumen, el Pacto por
México, en lugar de incentivar la participación cívica, la
desincentiva. Y un pueblo no participante que se limita a ser
espectador de la realidad, es el tipo de pueblo que cualquier
político antidemocrático desea. Como Enrique Peña Nieto.
1
Xavier
Arbós y Salvador Giner “La
gobernabilidad, Ciudadanía y Democracia en la encrucijada mundial”.
Editorial
Siglo XXI primera edición 1993.
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